La Prisionera
Hacía rato que las vaporosas mangas del vestido habían desaparecido, tenía los brazos desnudos; el frío lacerante los hería, sentía que las lágrimas de desesperación en su rostro estaban congeladas. Pero ni siquiera aquel frío la hacía detenerse; seguía su carrera, su huída bajo los árboles que se cerraban bajo el cielo nocturno.
Él podía verla, estaba desesperada, apartando atropelladamente las ramas bajas, el cabello larguísimo ondeaba al viento como animado por magia; pero era su olor, en realidad, de lo único que estaba consciente. El suave aroma del miedo.
Con cada paso ella sentía que las fuerzas la abandonaban, ya había corrido mucho. A poca distancia distinguía un claro en el bosque, no podía parar ahora... Una vez más su largo vestido le impedía avanzar, ¡era tan pesado! y su marcha parecía lenta, comparada con los pasos ágiles de su cazador.
¡Qué delicioso olor! ¡Qué sensación tan excitante! El dulce corazón palpitante y pequeño de la criatura que huía de él. Si, podía ver en su mente fugaces imágenes religiosas. Ni ella misma sabía lo que creía... ¿por qué insistía? “Nadie puede ayudarte, querida”.
Ella veía el claro a unos pasos ya... pero... ¡era el mismo lugar del que había escapado! La incredulidad y el desaliento la abrumaron: tanto correr, tantas heridas, tantas caídas… todo para volver al horrible lugar del que había huido. Cayó de rodillas, esta vez no para rezar, no para suplicar, sino por que el peso del cansancio y del fracaso era insoportable… ¡Oh! Ahí estaba él; no podía verlo, pero lo sentía: una presencia fría como la muerte misma, una presencia que se deleitaba con su propio triunfo.
¡Cómo le gustaba esa sensación! Ella estaba a su merced, frustrada y temerosa. Se detuvo un momento entre las sombras del bosque, a fin de cuentas, ella no iría a ningún otro lugar que no fuera a casa. Sabía muy bien cómo se sentía, lloraba, ¡si! Sus lágrimas le gustaban también, talvez otras lágrimas le desagradaban y le hubieran hecho enojar, pero no las de ella; eran como gemas que adornaban su victoria.
Lo sintió acercarse, de él emanaba una fuerza tremenda, casi podía verlo sonreír, con esa sonrisa perversa, y unos ojos con un brillo de placer al momento que alargaba la mano para tocarle el cabello.
¡Qué hermosa era! El rostro encendido por el esfuerzo, el cabello suelto envolviendo su figura como un aura protectora, las suaves manos colgando a los costados… ¡eso es pequeña, déjame besarte… duerme!
Su cuerpo frágil era sacudido por temblores repentinos mientras su cazador la cargaba de vuelta a su prisión.
La miraba fijamente, lamentaba que el bosque en tinieblas la hubiera dejado en tal estado… no, pensándolo bien, le gustaba, eso aumentó su deseo por ella. La recostó en una gran cama, el cabello, aun sin estar cepillado, lucía hermoso desparramado sobre las sábanas como arroyos relucientes color caoba. El vestido desgarrado y sucio de barro. Era la única manera de que aprendiera que no había un lugar más seguro que a su lado. Acarició su mejilla y luego el cuello ahí donde la sangre palpitaba furiosa, ése era el único indicio de fuerza que había en ella, en esos momentos. Se veía muy frágil, indefensa… ¡y eso le encantaba! Más abajo, en su pecho había una cruz pequeña que se anidaba entre los senos redondos y suaves aprisionados por encajes. Él sostuvo la cruz con su mano fría, y pensó en arrancársela, no, no lo haría; llegaría el momento en que ella lo haría sola. Dejó la cruz y rozó con su mano los senos que se movían al ritmo de la respiración que ya no era agitada.
…
- ¡Déjame salir! – le gritaba una y otra vez, golpeando la puerta con sus puños.
La puerta se había abierto aquella noche y él había entrado con largos pasos. Se había acercado y la había mirado, sin más expresión que ese brillo de lujuria en los ojos. Ella había sentido miedo, pero aún así, lo miraba con soberbia.
Momentos después corría por el bosque, la había dejado salir en silencio, ella no lo había entendido entonces, sino que emprendió la carrera más veloz de su vida, siguió corriendo a pesar del frío, a pesar del ardor que sentía al respirar, a pesar de la oscuridad que la envolvía. Luego había llegado de nuevo mismo lugar, unos escalones de piedra que conducían a una gran puerta, la puerta por la que momentos antes había salido.
Todo había sido un juego cruel. Él sabía que ella no podía escapar, lo supo siempre, jugaba con ella como con una marioneta. …
Le volvía la sensibilidad al cuerpo, no sabía cuanto tiempo había pasado desde su desgraciada aventura en el bosque. Estaba en el piso de piedra de un cuarto donde no había ventanas ni luz. Se sentía débil, hambrienta, con frío y tenía miedo, el miedo era lo que nunca desaparecía: podía comer, o cubrirse, pero el miedo no la abandonaba. Y ahí estaba él de nuevo, se aproximaba por el pasillo, sus pasos resonaban por el lugar… a veces se acercaba con tal sigilo que no podía oírlo, pero ésta vez, él quería ser escuchado.
Debía ser de noche entonces; él nunca salía de día. No podía. La puerta se abrió fácilmente justo como si nunca le hubieran echado el cerrojo. Él se acercó y ella intentó moverse, retroceder, pero estaba atada, unos lazos la detenían.
Sus manos aprisionaron las suyas y la liberó de las ataduras, la empujó suavemente, llevándola por corredores oscuros, que parecían un laberinto. Y ella nuevamente pudo correr.
- ¡No puedes alejarte de mí, ya lo has visto! – le advirtió él con burla al tiempo que las paredes repitieron sus palabras.
Ella se alejó a tientas en la oscuridad, atravesó pasillos y estancias, y terminó su carrera en un cuarto extraño; tenía velas, pero la luz de estas no era suficiente para iluminar la habitación completamente, en el centro había una especie de pila con agua y sobre el agua crecía algún tipo de planta con flores pequeñas. Ahí estaba él, con su sonrisa de satisfacción observándola respirar agitadamente.
Estaba tras ella, respirando muy cerca, podía sentir su aliento frío en el hombro descubierto. Siempre se acercaba a ella de esa manera, pero nunca la tocaba, por eso, cuando la tomó por el talle, ella se resistió, aunque ya sabía que resultaría inútil. La llevó en brazos y entró con ella en el agua caliente, la despojó del vestido maltrecho que quedó flotando en la superficie oscura del agua, como una embarcación perdida entre la niebla.
Las delicadas plantas que crecían sobre el agua se le adherían a la suave piel y al cabello. Mientras que él avanzó como si el agua, que le llegaba hasta el pecho, no existiera, le excitó verla una vez más indefensa entre las plantas y el vapor del agua, su desnudez hacía más notorio el desamparo que se leía en su urgencia por cubrirse.
La tomó en sus brazos de nuevo, los golpes que ella le propinaba no significaban nada para él le dio el mismo beso de todas las noches… ahí en el cuello; justo donde la vena latía con fuerza. Entonces ella experimentaba la misma debilidad, la misma pesadez, el mismo sueño, pero no quería dormir; cada vez le costaba más trabajo lograrlo.
Ella sintió entre sueños cómo él la llevó hacia un banco de piedra bajo el agua, y empezó a lavar su rostro, luego el cabello ¡ah qué frías eran sus manos! ¡Y qué silencioso su pecho! ¿Por qué el agua caliente no parecía entibiar su piel? No quería abandonarse al sueño, no quería cerrar los ojos. Él le lavó el cuello, los hombros y luego los brazos que tenían las marcas de unos pequeños rasguños. Después aquellas manos frías se posaron sobre sus pechos… no podía moverse, ni pensar; sólo dormir, mientras que las caricias se prolongaban más allá de su vientre.
Despertó en una habitación diferente a todas en las que había estado; tenía una ventana. Estaba en un hermoso lecho, el fuego ardía en la chimenea y ella tenía puesto un camisón. Por la ventana podía ver la muralla de sombras que era el bosque y un pedazo de cielo negro, sin estrellas. Él estaba en la habitación, sabía lo que quería: darle su sangre… pero no la aceptaría, ella no iba a sucumbir.
- ¡Lo que quiero es irme! ¿No lo entiendes? – le gritó incorporándose de la cama.
Él se rió con una risa ligera y fría mientras que su rostro se descompuso en sombras malévolas.
- Nunca vas a dejarme.- le aseguró él en un tono extraño.
Las lágrimas lucharon por salir de sus ojos, pero ella las retuvo, aún tenía fuerzas, caminó hasta la ventana dejando caer las mantas que la cubrían, tomó impulso, y un solo pensamiento rondaba su mente: “si tengo que morir para dejar este lugar, pues moriré”. Ya no soportaría más, podía sentirlo.
- ¡No!- la detuvo él alejándola de la ventana, palpaba las menudas formas de su cautiva bajo el camisón, y de nuevo resonó su risa glacial. - ¡Eres un monstruo! ¡Y tu único final son las llamas del infierno!- lo acusó ella forcejeando. - Nuestro final, - le aclaró él apretando el abrazo y susurrando las palabras en su oído.- tú y yo somos uno solo. No te engañes, tú mejor que nadie sabes que deseas esto, en realidad nunca has creído en nada sino en ti… no puedes negarlo ¡No puedes! - ¡No!- negó ella queriendo ahuyentar los recuerdos que acudían a su mente. _ Siempre pensaste que eras especial… mejor que los demás… ¡yo voy a darte lo que te hará especial! - ¡No! – volvió a negar ella tapándose los oídos, como si eso pudiera separarla de sus propios pensamientos. - Tus santos nunca te respondieron, tu Dios nunca te habló. Tu me llamaste ¿recuerdas las noches solitarias, llenas de anhelos, cuando me llamabas? Yo te respondí. – le dijo besándola en la garganta de nuevo.
El doloroso beso le arrancó un agudo grito que se perdió en la oscuridad infinita no del lugar, sino de sus almas. Ella logró apartarlo lo suficiente para ver que de sus labios escurrían delgados hilos de sangre… Su sangre.
- ¡Aunque te resistas y te aferres a lo que te empeñas en creer, sabes que eres como yo, todo lo demás es una mentira que tu misma te has obligado a creer! – y de nuevo buscó la sangre en su cuello, pero esta vez con hambre salvaje.
Despertó cansada, pero notaba algo extraño, algo de lo que no estaba consciente… era… ¡era la luz del día! Podía ver el cielo azul por la ventana, el bosque que ya no era negro, sino verde. Se sintió renovada, exultante, era el sol, ¡el sol que no había visto en mucho tiempo! Se levantó de la cama trabajosamente; quería asomarse por la ventana. Se le ocurrió que esta vez sí podría escapar, era de día, había luz… recorrió la habitación con la mirada. Había un gran espejo en un rincón, la imagen de ella que éste le devolvió la impresionó: la piel la tenía pálida como si fuera cera y las ojeras que tenía destacaban el brillo de melancolía que había en sus ojos; y sus formas, antes llenas de vida, se veían más bien huesudas aún por encima del camisón.
¡No importaba, era de día! Eso le bastaba para sobrevivir… regresaría a casa con sus hermanos y sus cuñadas, lo primero que haría sería ir a la iglesia… no, antes pasearía por el jardín, y después iría a la iglesia, ¡sus sobrinos se alegrarían de verla! ¡Debía darse prisa! Si se demoraba, el sol se ocultaría y él regresaría para terminar lo que había empezado.
Salió al bosque, enorme, pero esta vez no caminaría en círculos… ¡¿qué sucedía?!Un dolor espantoso recorría su cuerpo frágil, un fuego que parecía desintegrarla… La luz del sol. Retrocedió a la sombra que ofrecían los muros, se sintió cansada y muy débil, todo su cuerpo se sacudía en violentos temblores. Recordaba los apasionados cuestionamientos que le hacía a Dios y luego cómo se sentía culpable por ello. Él tenía razón, ella siempre creyó que estaba mas allá de cualquier limitación divina, de cualquier ley divina… ¡no! Tenía que ser buena, todos podrían perdonarla, todos… el padre tenía que entender que Dios no había dicho la sarta de tonterías que él recitaba… pero, ¿y si Dios la castigaba? A ella no le resultaba desagradable lo oscuro, lo macabro, la muerte…
Los pensamientos febriles de la criatura rayaban en la demencia, mientras se estremecía encogida en el piso, pasaba del delirio al sueño, de la agonía a un estado de abandono. Era la cercanía de la muerte. No le temía a la muerte, nunca le había temido, y él lo sabía. Pero le temía al dolor, al olvido…
Volvió en sí, estaba todo oscuro de nuevo, ¡había esperado demasiado! Se levantó dando tumbos, dirigió sus convulsos pasos hacia el bosque. Tenía fiebre, sudaba a pesar del frío letal que hacía, tenía los pies desnudos helados, pero siguió caminando. No podía ver bien, ¡qué oscuro estaba!
¡Por fin! Ahí estaba ella, podía verla como un fantasma de sábana blanca contra el fondo oscuro que ofrecía el bosque. Eran sus últimos minutos y aún así huía de él, iba en pos de los suyos, aunque en realidad ella nunca los había considerado de ésa manera.
La alcanzó de inmediato, aun antes de que llegara al bosque. La abrazó con un sentimiento cercano a la ternura. Sintió la poca sangre que le quedaba: estaba a punto de morir pero había fuerza en ella, ese fuego que circulaba por sus venas le quemaban la piel fría.
- Toda esa pasión que llevas dentro no le gusta a tu Dios, ni a sus hombres santos.- le susurró estrechándola. - ¡Yo puedo ser buena!- gimió ella retorciéndose entre sus brazos. - Tal vez… - aceptó él, - o talvez no.
Encontró la vena en su garganta y le dio un último beso.
- ¡No! – Se quejó ella rechazando el abrazo débilmente,- ¡No quiero! ¡Nooo!
No era mala, solamente que su naturaleza no era humana; y ella nunca lo entendió… no importaba, ahora tendría toda la eternidad para comprenderlo y él, estaría a su lado para siempre.